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Relatos


¿Quién?
Yvonne Silva

 

Y entonces estábamos caminando cuesta arriba siguiendo penosamente el ritmo de nuestros pasos, arrastrando la conciencia guiados sólo por nuestra intuición, mientras las sombras se desataban voraces y pugnaban por hacer desaparecer nuestros entorpecidos miembros y hasta nuestro aliento que se resquebrajaba por el contundente esfuerzo de nuestro ascenso, y por el glacial frío que titánico patentaba poder sobre nosotros, pobres homúnculos humanos, astillas de un poderoso árbol derribado en nuestros corazones.

       Habíamos comenzado a escalar desde hacía tres días, ese amanecer que nos sobrecogió con la vívida y atronadora voz que estaba vociferando como trompeta del juicio final, la terrible noticia. Recordando estaba este momento cuando las sombras se abrieron y apareció. Quedé petrificado ante esa presencia. Mi mente se detuvo igual que el viento; del mismo modo el murmullo de la soledad, los pasos de mis compañeros: todo había caído como en un sopor. No sé cuánto tiempo pasó. De pronto, todo volvió a la normalidad. Pero no mi ser, que se quedó caóticamente perturbado. No sabía qué pensar. En medio de esta confusión, voltee a ver si alguno de mis compañeros lo había visto, sentido, como yo, pero sus semblantes parecían más bien ausentes, ninguna señal en mi entorno que testificara que yo no estaba desquiciado; nadie con quien compartir sin correr el riesgo de poder ser juzgado como demente, y peor aún, el sentimiento de que cualquier duda de “su” existencia ultrajaría su verdad.
       La noche había caído, como una gran señora que arrastrara la oscura y tupida cauda de su tapado. Los aullidos de los lobos eran como un lamento fecundado en la lejanía entre castillos fantasmagóricos formados por los helados picos de la montaña. Alguien reconvino descansar y prender una fogata. Yo no podía hablar, no estaba cierto de nada excepto de que no era ya el mismo que comenzó a subir hacía tres días. Como entre sueños escuché que comentaban de un extraño momento en el que no sabían por qué extrañas circunstancias nadie dio un paso ni hizo ningún movimiento, que al cabo de un rato, no sabían cuánto, se dieron cuenta que una extraña fuerza los había obligado a detenerse, a no decir nada, como si hubieran sido tragados por un profundo abismo. Hacían conjeturas, y yo las mías: si lo sintieron ¿por qué no había cambiado su ser? pero era evidente que ninguno lo había visto, sólo yo, que no tenía elementos para describirlo y cuya abstracción me seguía conmoviendo. Sentí mi boca, mi voluntad sellados como con un candado, como con un sello críptico. Mi corazón latía violentamente llorando una tristeza, una nostalgia que se escurría, que se estaba destilando en el campo de lo imposible, en el horizonte de la Nada que se tragaba nuestras almas.
       Las voces de mis compañeros rodaban por la nieve. Los oía en la lejanía, desde una ausencia. Alguien tiró de mis ropas, asombrados quizá por el terrible aspecto de mi rostro. Hice un agudo esfuerzo por parecer una entidad presente. Balbucee cualquier cosa que me disculpara que pareció no convencerles. Extendí las manos hacia el fuego. Se vieron entre sí y callaron.
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“Sólo quiero decirte…”

                                                                   Por Yvonne Silva E.

                                                                                 A mi padre

Papá iba guapo y elegante como en sus mejores tiempos, cuando yo, pequeño de escasos seis años me colgaba de una de sus enguantadas manos mientras caminábamos por Reforma o Paseo Bravo. El casi nunca hablaba en la calle, siempre iba serio y concentrado, en realidad, nunca dejaba de tener un aire austero y silencioso, tal vez por eso lo que llegaba a decir significaba tanto para mí. Su paso era firme y tranquilo como de quien anda bien consigo mismo; su rostro sereno, bajo el perfecto sombrero de fieltro y si no hacía demasiado frío, el abrigo sólo echado sobre los hombros. Algunos hombres que pasaban junto a él parecían cohibidos, y yo repegaba con amor mi cara de niño a su mano.
“Es el Pasaje Cárdenas” me dijo aquella vez, al darse cuenta de mi asombro ante la magnífica obra que ahí se exponía: cientos de grabados sobre madera de los que de pronto irrumpían figuras trabajadas en sofisticada orfebrería, múltiples dimensiones en un infinito universo de gráciles madonas; de álgidos seres con instrumentos musicales, cual los niños músicos del Renacimiento; infantes de hermosos miembros desnudos; góticas construcciones, ciudades amuralladas. Todas estas formas construidas con quién sabe qué prodigio matemático que las hacía una y divisibles en sus relieves.
Pero papá… ¿por qué nunca me habías traído aquí? –le pregunté– él se concretó sólo a verme y creí entender en su mirada: “No era el tiempo hijo, estuvimos tantos años distanciados”. Papá, pero papá, no, yo te escribía muchas cartas –quise decirle– claro que no te las mandaba, esperaba verte y decirte abrazado a ti todas esas cosas que te escribía, pronunciarlas y que tú las escucharas de mis labios. Por supuesto que cuando en las vacaciones navideñas te veía no se me ocurría nada y lo único que lograba enunciar era un tonto balbuceo incapaz de expresar lo que realmente sentía, por lo que todo se opacaba y se convertía en otra cosa, necesitaba más tu cercanía para hacerte saber, cuando me llegara, lo que sentía por ti. Sí, era pequeño, veía a mis amigos que tenían un padre y no entendía por qué no estabas con nosotros, por qué no me llevabas a la escuela y no estaban tus brazos para refugiarme de las pesadillas nocturnas que tanto me acuciaban. Sentía el mundo demasiado grande para mis pobres fuerzas, tenía miedo y me sentía muy solo; en el silencio de mi mente te nombraba y algo en el fondo de mi ser me dolía. Con ímpetus rebeldes quise borrarte de mi mente, de mi vida, así, ya no me dolería ser sólo un niño que caminaba en la oscuridad de un mundo inconmensurable.
“¿Tu papá en qué trabaja?” me preguntaban los niños, yo callaba. Pero los niños son crueles y les gusta saborear las heridas que olfatean, e insistían en sus preguntas. “Mi papá es muy importante”, contestaba retante. Yo sabía que tenía razón porque habías hecho una ‘Cámara´ de nombre tan largo que éste ocupaba un buen espacio en los periódicos cuando se hablaba de ella: “Cámara de la Industria, Producción y… “ etcétera, etcétera. ¡Claro! Por eso te la robaron, y nada pudo la defensa del inmenso conglomerado que liderabas; todo lo que se destaca atrae las envidias y esta vez atrajo la del más fuerte y codicioso. En nuestro distanciamiento yo no pude llegar a comprender que te robaban la mitad de tu vida y que debió haberte dolido mucho como a mí me dolía tu ausencia. Así las cosas, no pude ser consuelo para ti  en esos cruentos momentos, como tampoco tú habías sido el refugio donde los tormentos de la noche y de la vida no me persiguieran… pero papá… no lo tomes como un reproche, sólo quiero decirte… sólo quiero que sepas… cuánto te he querido y deseado confrontar contigo esa cercanía eterna, a pesar de las distancias. Siémpre tú en mí: en mis actitudes, en mis impulsos, en mis emociones, en el color de mi piel, en la forma de mis ojos y hasta en mi mirada. Mi amor a la Antigüedad griega, al poeta Homero, al Partenón; no es sino una continuidad de tu propio amor, de tu propia exaltación cuando aún imberbe ya recitabas de memoria pasajes enteros de la epopeya homérica –decían–; en esos momentos, sin que ni siquiera pensaras en mí, ya se gestaba misteriosamente en el fondo de tu ser la conformación del mío.
Ahora estamos aquí, cerca uno del otro y no puedo, no puedo decirte nada porque no viene al contexto de este infinito mundo de marquetería: amplios salones con arcadas cubiertas de figuras talladas, corredores con escaparates exhibiendo más y más grabados, mesas de pulidas y finas maderas protegidas con cúpulas de cristal para resguardar esta obra que es un sueño… ¿de quién? –Papá… ¿quién hizo esto…? ¡Papá! –Volteo, ya no está cerca de mí. Lo descubro un poco más allá. ¡Papá!– “Espera hijo” –Es que yo… quería decirte… “Espera, mira, este es Antonio Brito. ¿Te acuerdas de él? Es el mismo que los llevaba a ti y a tus hermanos a las oficinas de la Cámara a verme”. Titubeo. –Sí… su cara me es famialiar –pienso– pero aquél no se llamaba así, aquél era… ¡Dios mío, qué confusión en mi mente! –Pero papá, déjalo, esto no importa ahora, yo sólo quiero decirte…
Pero no, no era ésta la realidad. La maravillosa obra arquitectónica se desvaneció y con ella tu elegante figura. La realidad es que me despertaron porque ya era la hora de que viniéramos a verte al sanatorio. La realidad es que estoy aquí, junto a ti, después de tanto tiempo. La enfermedad te ha agotado y difícilmente puedo reconocer tus facciones, de aquél que fuiste, sólo queda “eso”, inalterable, cuya esencia es y será eternamente mi yo mismo, tu ser en donde me reconozco. Ya no tienes puesto tu irreprochable sombrero de fieltro ni tu elegante abrigo y tus manos están consumidas y desamparadas. Yo ahora soy un hombre, un brote que tus poderosas raíces cimentaron. Ahora soy yo quien te digo, ven padre mío, juntemos nuestras manos, quizás en este contacto pueda hacerte sentir ese amor del que nunca hemos hablado; quizás así podamos ayudarnos a ahuyentar los sigilosos monstruos que pesan sobre el corazón del hombre: el miedo a la vida, a la muerte, al mañana; la angustia de no ser, y hasta de ser, y todas estas alimañas unidas además, a la insatisfacción de no habernos confrontado nunca. –Espera papá… tenemos mucho de qué hablar… tienes que saber que… ¡Papá… Papá…! ¿Me escuchas…? Sólo quiero decirte… Está bién, ya estamos aquí. Duerme ahora.
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Reflexiones sobre un contexto
 o del Minotauro
Por Yvonne Silva E.
 
Las blancas torres pierden la continuidad de su línea, como dentro de una pintura abstracta, efecto que se cumple al interceptarlas los pliegues de su transparente vestido azul.
Llego a esta ciudad que no puedo ver con nitidez a causa de que la imagen de ella se distiende  plácida y voluptuosa entre las nubes, se interpone entre las formas de la realidad y el pensamiento, de manera que esa realidad sólo puedo contemplarla a través de sus ojos color violeta, como a través de una cortina. Comprendo que la profundidad de los muchos pensamientos que me ocupan y que se entrelazan con el paisaje citadino me lo da el reflejo de su mirada. Sus cabellos trazan líneas horizontales sobre el cromatismo urbano y distorsionan las formas, quiebran las líneas de todo cuanto atravieso a la velocidad de mi automóvil deportivo. Interpongo franca distancia entre los otros automovilistas y vuelvo a tomar la carretera.

“¿Pretendes volar con tu automóvil?” -Me dice. Y creo intuir en su voz un tono de preocupación. La velocidad la aterra, y no sabe que su propia levedad es la que ahora me impulsa, siempre flotando ante mí, flotando…

“Un día reventarás muchacho” -Me dicen. -Sí. ¿Cuándo? -Me digo. Mientras el estéreo vibra con el estridente ´solo´de batería al que antecede una introducción de espirituales cantos vernáculos.

-¿De qué huyes? Me pregunta Gonzalo. Y clava mil aguijones que alertan mi conciencia. ¿Huir? ¿Es una huida? Pensé que era una búsqueda. ¿Oh es una huida disfrazada de búsqueda? ¿Búsqueda de qué? Todo está tan desmembrado. Los caminos que creo son los caminos, pronto se cierran ante un infranqueable, grueso muro. Retrocedo o me desvío y busco otro, para encontrarme un poco más adelante con lo mismo, lo infranqueable. Pareciera como si tuviera que vérmelas con un monstruo desarticulado del que tal vez huyo para no enfrentarme con su terrible rostro, con sus miembros, tirados uno aquí y otro allá entre el laberinto de mi vida, esta imagen me hace recordar el mito del Minotauro, a quien tal vez Teseo no sólo mató sino que desmembró para que no resurgiera nunca, nunca, e hiciera el reclamo de su tributo: la carne joven.
Pero aún camino con valor y no me daré por vencido. Por eso corro en este aparato, por eso escucho esta música que me estremece hasta la raíz de los cabellos; y me siento como aquellos intrépidos caballeros que blandiendo una lanza arremetían contra un gigante. Yo arremeto con el rugir de mi automóvil que pasa como bola de fuego, -me dicen- y yo, dentro de ese fuego con el corazón henchido. Y siento que el gigante soy yo mismo, de quien busco el corazón para arremeter contra él y obligarlo a que como un hilo en el laberinto me enseñe maravillosos caminos. Mas la puerta abierta a esta perspectiva se cierra y me deja pequeño ante la inmensidad del mundo.
        Ella surge otra vez ante mí con un ligero vestido de niebla, la música la envuelve en un resplandor y vuelve a aparecer el hilo conductor. La música termina y el hilo se rompe. ¡ARIADNA!
Dejo la ciudad atrás y las colinas en el paisaje emergen suaves. En un alto árbol se ha quedado un girón de su vestido. Una cara enorme con los ojos semicerrados se apodera de mi mente. Hay lágrimas bajo sus párpados que caen, y cada lágrima se torna una diminuta figura humana que se precipita en el vacío. Las figuras gritan un nombre que escribe sobre una enorme libro de papiro un hombre encorvado. No veo el mío. ¿Estaré rechazado?
La extraña música de Kítaro es interceptada de pronto por un corno. Imagino el llamado de las cortesanas cacerías. Un ciervo atraviesa mi mente; sonrío y los nombres anotados en el gran libro se arrebatan en la partitura de esta música que enciende mi sangre. La vista de las verdes praderas en el paisaje me hacen imaginar el fragor de la caza. Escucho algunos sonidos de claxon y veo un letrero que anuncia “Velocidad máxima 40 millas. Aminoro la velocidad, pero la música sigue en un frenesí y mis emociones siguen ese frenesí que no puede detener la voz indiferente del cobrador de caseta; le doy un billete y me tiende el cambio, el sonido de las monedas se oye hueco, opaco, al caer en mi mano que debería sostener una lanza y reventar el ojo del monstruo que me está estrujando. Ella ya no está. Trato de visualizarla, de proyectarla con mi mente, pero se ha ocultado. Otro automóvil me ha emparejado y la sonrisa vaga de una joven me roba definitivamente su imagen: me recuerda una sonrisa amada en mis primeros años, y mi infancia pasa como en un concierto de sensaciones. Sensaciones ¿es lo que somos? ¿somos lo que sentimos? ¡Vida, vida! La vida tiembla y se comprende en una sensación, esperando quizás llegar al encuentro de la máxima. “… Un día reventarás muchacho…” Me aferro al volante y me digo: ¡Sí! ¿Cuándo? Y Sé que hasta  para alcanzar eso hay que merecerlo, hay que haber hecho algo, que hasta para reventar hay que encontrar un camino. No se puede reventar así, tranquilamente, como en un número de Music Hall. Tal vez sí, mascando una goma y con las manos metidas en los bolsillos bajo una apariencia moderadamente convincente, pero la línea de la boca curvada hacia arriba, estrujada en una sonrisa que encienda la brasa en los ojos que delaten en dónde se tensan las manos dentro de los bolsillos.
Escucho un estallido, tal vez el neumático del automóvil que acabo de pasar … y ahora me llega el recuerdo de los relatos de mi abuelo en la Guerra: “… Las granadas saltaban como habichuelas en una sartén caliente, a uno y otro lado de nosotros; ahí no piensas en nada muchacho, estás en el centro del fragor, eres el fragor: el fragor del miedo, el fragor de la astucia, de la cobardía. Eres como un animal acosado que sólo quiere sobrevivir. Ahí no piensas en reventar, muchacho, estás reventando, a cada estallido tu corazón salta en mil pedazos. La sangre es fuego atizado por todas las sensaciones y pasiones. Yo vi los ojos de algunos hombres encenderse enconadamente lascivos ante los borbotones que emergían de las heridas, enajenados hundir sus manos en las entrañas calientes de los caídos y refregar su cara con el rojo espesor de la sangre, embriagados con su olor salobre, lanzando imprecaciones como endemoniados.
Las sangrientas imágenes de la guerra brotan una y otra ante mí, con su drama y su desgracia llenan mi mente. La música ahora me parece frívola, me parecen nada mis emociones; mi vida insoportablemente gris y el amor, desvanecido.
Acelero a 100 millas, y sé que tendré que calmar mi impaciencia, que también para mí vendrá un acontecimiento que me estremezca ante la evidencia buscada.
Los relatos de mi abuelo vuelven a surgir en mi memoria al estallido de la batería de Neil Peart, que ahora me parece como si también él estuviera librando una batalla…. “… Algunas veces pasó que mientras sigilosamente tratábamos de descubrir la posición del enemigo, del que sentíamos su acechanza como bestia carnicera, algún soldado de nuestra compañía, destrozados sus nervios por esa tensión, se lanzaba al descubierto disparando a tontas y locas su metralleta y gritando enfebrecido: ¡Salgan, salgan desgraciados! ¡¡EN DONDE ESTAAAN!!
Si abriera la portezuela y me arrojara, tal vez conociera ese instante en el que esos hombres se enfrentaban decididos al momento más transcendental. Un instante, la fracción de un segundo en el que la vida y la muerte se tocan; un instante que podría ser una eternidad en el pináculo, el pie descalzo en el filo del cuchillo; una eternidad que sellaba los proyectiles enemigos que relajaban los miembros, o lo que sería igual: el choque de mi cuerpo en el asfalto. ¿Sería la forma de ser héroe? ¿Para quién? ¿Sabrían los demás lo que perseguía en ese instante.…? Ella pasa ahora como una fresca brisa, como una pluma que acaricia mi mente, y me rescata. Eres un niño –parece decirme-, aún no sabes esperar. ¿De qué desesperas? Tu monstruo no tiene prisa por irse y no se irá hasta que lo enfrentes, de manera que puedes tomarte tu tiempo…
Las mujeres parecen saberlo todo, pero, ¿qué saben verdaderamente de lo que hay en el corazón del hombre? ¿¡Qué, de nuestros complejos placeres y nuestros deseos siempre insatisfechos por no poseerlo todo!? Cada instante es un reto a nuestra capacidad y un terror inaudito a no poder demostrar que podemos, o admitir que otros puedan más que nosotros. ¿Qué saben de lo que nosotros pensamos de ellas? En cada mujer se percibe el misterio de la vida que nos fascina, un oscuro abismo en el que nos arrojamos para perdernos, no para encontrarnos; un remanso que no queremos comprender, sino, en el que sólo queremos estar, en el momento en que los estertores del espasmo nos liberan del infierno de la mente. Un oasis. Cada una es un universo que nos da la ilusión de constelar un cielo en una tierra conquistada ¿cómo no desearlas a todas? Pero ellas no comprenden que en el hombre reside la humanidad y que desespera por no poder abrazar el universo. Por eso, aunque su imagen me persiga, con frecuencia los rostros de otras mujeres se interponen y la imagen que quiere hacerse patente se convierte en una pintura abstracta en la que sólo la transparencia de un vestido me es nítido. Mi amada se viste de viento.
       Las mujeres me buscan. Gonzalo dice que tengo mucha suerte. –“¡Suerte! lo que debes reconocer es que está mejor constituido que nosotros”. Le contesta Federico. Pero, ¿y qué? De todos modos, siempre el vacío, el cansancio, el hastío. Y ella, sólo me ve; mientras yo reviento con el olor de la marihuana que fuma Gonzalo hasta ahogarse de tos. “Pecatta minutta, -dice Federico. Si vieras que esto no es nada en comparación con las pastillitas que Fernando trajo del Medio Oriente, y que te las pones entre la encía y el cachete. A su papá le dijo que eran para el dolor de muelas, ¡la que se armó cuando sus padres quisieron que lo viera un dentista”. Federico sabe reír de muy buena gana a propósito de cualquier simpleza. Lo veo retraído, sopesando sus palabras; pero vuelve a reír y pone una mano sobre mi hombro y me ve con calidez. “Pastillitas”, pura morfina, ¡si no lo sabré. Pero eso a mí qué me importa. Eso, un nembutal por el trasero, o un balazo por el mismo ¿y qué? Sé muy bien que drogarse sólo conlleva a cerrar las compuertas del laberinto; un camino engañoso que te deja atrapado en el antro del monstruo en donde, siguiendo una línea de razonamiento metafísico, te encuentras con tu propia cara, yerto ante las fauces del monstruo, que te devorará. ¿Qué otra cosa puede acontecerle a alguien tan mermado por las atrocidades de estos caminos? No podrá sostener en su flácida mano una espada, ni tocar una batería, ni hacer girar el volante de un automóvil que lo conduzca como una bola de fuego. Y para encontrar esa cara ¿tantos trabajos? ¿En eso se cifraría  el sentido del hombre en la vida? “Vi el rostro de Dios”- He escuchado decir a algunos que incursionan por estos caminos, ¡qué fraude! Pero, cada quien con su propia droga.
Mis padres creen que corro el peligro de caer en esta clase de placeres y su miedo y afán de protegerme no hace mas que abrir más el abismo. Nuestros padres nos conocen tan poco, hay tanta distancia entre lo que ellos creen que somos y lo que somos en realidad que se asustarían si alguna vez pudieran confrontar la imagen del hijo que ellos creen tener, con el extraño que los mira a los ojos.
“Tienes todo lo que quieres” –dice mi padre-, y siento la balanza de su introspección moverse hacia uno y otro lado; su concreto enunciado aprieta mis labios; me siento incapaz de expresarle algo que a mí mismo no me puedo decir, ¿cómo manifestarle mi universo fluctuante? Ante mis titubeos, él me mide con la mirada, y en mi mente, el rostro de mi abuelo resiste imperturbable la implacable comparación que hago entre uno y otro: los ojos de mi abuelo llenos de una inmensa bondad, sin sensiblerías. Su rostro lleno de profundas arrugas que me hacían pensar en una misteriosa y olvidada escritura guardadora de infinitas historias. Su mirada, en la que se reflejaba una comprensión tácita de mis nebulosas e intrincadas confidencias. Los ojos de mi padre, altivos, fríos, que revelan una preclara inteligencia: analíticos, que me hacen sentir como si fuera un conejillo indefenso en un laboratorio. La recia figura de mi padre me impone. Amo y admiro a ese hombre que siento allá, del otro lado, en el campo de la realización. Es como una orgullosa torre de la que no acabo de comprender su estructura y con quien no puedo comunicarme aunque tienda sus puentes y abra sus puertas: siempre existirá la posibilidad del vértigo que me causaría tener que cruzar ese abismo insondable. Mis padres no comprenden que al tratar de protegerme me siento vigilado, juzgado. ¿Qué quieren, qué esperan de mí? Ojalá no esperaran nada, así, tal vez podría sentirlos míos, pero al querer meterme al estrecho universo de “lo que se debe hacer” con el sentimiento de que me están educando, solo me alejan. Si me dejaran tan solo ser un muchacho. Que me dejaran titubear, tal vez podría decirles que estas vaguedades que soy, es un universo que solo yo puedo descubrir, que es sólo mío. ¿Cómo voy a decirles por dónde he de ir? ¡Qué sé yo lo que puede haber en él! Cómo decirle: ¡Padre, soy el primer hombre en mi universo, el primero de mi estirpe!
Ahora llueve, pero aún está la luz del sol. Seguiré con el automóvil descapotado aunque la lluvia cubra mi cara. Apenas puedo ver cómo las colinas se tiñen de un profundo color violeta, como si ella las envolviera con su mirada. Siento que mi rebeldía presiona mis ojos, lluvia y lágrimas, lágrimas que no se convierten en pequeñas figuras  humanas, siguen siendo lágrimas que se pierden en el vacío y ningún hombre las recoge para escribir nombres en su inmenso libro …, mi nombre…
Aquella vez, en la soledad de la playa, estaba con Gonzalo: no hablábamos, solo escuchábamos el golpe del agua estrellarse contra las rocas, y el murmullo de las olas que dejaban su hirviente espuma sobre las arenas. El extraño rumor que venía de todas partes me habló de una inmensidad, de una infinitud que me hizo conocer la región  en donde pareciera encontrarse el corazón  de todas las cosas: una frágil zona a la que he podido llegar pero la que no sé cómo perpetuar. ¡Tantas salas en el laberinto con tan innombrable esplendor! el monstruo, la brújula.
¡ARIADNA…! ¡El Minotauro te ha arrebatado el ovillo! Ahora, sólo queda él, como principio y fin de mi universo.

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Medina, Año 1100

                                                                        Por Yvonne Silva E.


¿Recuerdas cuando nos encontramos por vez primera? Yo había ido a la fuente por agua. Tú jugabas con tus amigos, apenas unos jóvenes imberbes. Yo era aún muy niña, más joven que tú. Dejaste de juguetear y clavaste en mí la mirada de tus ojos profundos cuan impenetrable noche. Me turbé y entonces el cántaro fue un informe rompecabezas a mis pies, como sería el destino que nos esperaba.  Me quedé extasiada ante esa mirada que envolvía cálidamente mis tiernos miembros que se estremecieron. Mis amigas alborotaron entre risas y no supe cómo me llevaron de allí. Ese día llegué a casa sin agua y sufrí una reprimenda que apenas sí escuché, absorta como estaba en tu imagen.

         Día tras día esperaba impaciente que mis amigas pasaran por mí para ir a la fuente. Me había acostumbrado a la caricia de tu mirada obscura que iluminaba mis días. Pero la felicidad es efímera, y un día, no te vi más.

         De alguna manera me enteré que hacías tus estudios en otra ciudad. Escuchando más tarde, cómo se hablaba de ti con admiración. Se comentaba de tus brillantes adelantos en la ciencia de las matemáticas.

         En cuanto a mí, mis padres fallecieron víctimas de un accidente, y una familia pudiente me tuteló como hija, a falta de una propia. Me educaron sin reservas e hicieron de mí una gentil. Aún así, nada tenía sentido para mí, nada que no fueran los instantes en que en locos desvaríos sentía llegar desde la lejanía una fluencia sutil y cálida que me daba la ilusión de un puente mediador entre la distancia que nos separaba. Mi alma era vigorosa e intuía que el amor no es un sentimiento inerte, como lo es la alegría o la tristeza, que aunque también éstas puedan llevarnos a una actuación, no es de la misma manera que la que nos conduce a afanarnos por el objeto amado. Me ejercité en cabalgar grandes distancias y la vida corría por mi sangre al imaginar que un día emprenderíamos nuestro viaje juntos.
El tiempo y la distancia me hicieron comprender cuánto te amaba. Pero pasaba el tiempo y mis sentidos no eran alegrados con la música de tus noticias. Mis palabras se volvieron un suave suspiro y la canción de mi corazón un susurro.

         Así viví durante muchas lunas, preguntándome cuándo volverías y serías para siempre mi amado y amante. Deseaba de tal manera tu presencia… Vida mía. Y tus oídos estaban tan lejanos para escuchar mis penas de amor. ¿Lo sabrías? ¿Recordarías aquella niña que no pudo sostener el cántaro turbada por la intensidad de tu mirada?

         En Medina era famoso el bazar de Asaad Shabed porque allí se encontraban las más finas esencias, ricas telas de Damasco, chales de Libia bordados con fina pedrería, babuchas con exquisitos bordados en oro. Todo refulgía en una profusión de aromas y colores sobre las mesas y estanterías de artísticos tallados en madera de Libia. Tapicerías y objetos de cruentas historias eran el asombro de los visitadores. Mis hayas acompañantes se rendían ante mis incansables movimientos buscando objetos provenientes de fantásticos lugares que me proporcionarn historias que un día te relataría. O bien, decidiendo sobre vestimentas y adornos femeninos que me hicieran más bella a tus ojos. Al fin alguien había anunciado que estaba cercana tu llegada. Hacía tiempo que no sabía de ti, de mi Harim. Algunas veces podía escapar hacia la antigua y querida fuente en donde volvía a sentirme envuelta en tu mirada. Una vetusta ánfora de Siria en el bazar expuesta me volvió de ese recuerdo que guardaba con ardiente celo, preciado tesoro en el arcón de mi corazón. Extendí la mano hacia ella, poseída por tu imagen en mi mente, y de pronto, mi mano fue presa de un suave calor. Alcé los ojos con asombro y entonces te vi. Mis sentidos fueron como pájaros a los que se abre la puerta de su jaula. Creí que soñaba. Estabas tan cerca de mí. Era la primera vez que podía sumergirme en la humedad aterciopelada de tus ojos, su profundidad volvió a causarme vértigo, mas tu mano me sostuvo. Respiraba con dificultad, aun así, pude abarcarte en una mirada: el blanco albornoz caía sobre tus hombros recios y varoniles. No sonreíste, mas bien parecías trémulo, como yo, a pesar de tu aparente serenidad. Nos vimos larga, intensamente y sólo acertamos  a decir nuestros nombres como resumen de todo cuanto podíamos darnos:  -“¡Shadé!”-  -“¡Harim!”. Mis damas revolotearon en torno nuestro como mariposas que escapan a un mal tiempo, hablaban con rapidez, y como en un sueño, o más bien, en una pesadilla tiraban de mis brazos y mis vestidos para llevarme hacia mis padres que me buscaban, finalmente, nos separaron.

         Al día siguiente te las arreglaste para enviarme una ajorca de oro blanco con un hermoso zafiro estrella de proverbial buena fortuna cuando el obsequio es impulsado por un sentimiento amoroso. Yo ardía por verte e iba y venía por toda la casa como una loca, los aguijones de la angustia mortificaban mis entrañas y buscaba afanosamente el momento propicio para encontrarme contigo. Entonces supe de esa fuerza extraña del amor que da por igual el misterio de la vida y la profundidad de la muerte. Sentí la vida compuesta sólo en dos partes, una gélida en la soledad de la mente y otra ardiente en donde habita el amor, ese fuego sagrado que solo puede provenir del trono de la divinidad aunque también ahí more la pena. Alá sea misericordioso. Yo amaba, te amaba, y ese infinito misterio me llevaba al centro mismo de la unidad total.

         Una vez, burlando toda vigilancia, al fin pudimos vernos y las constelaciones y la luna de cuarto menguante supieron de nuestra inmensa felicidad. Esta vez, me diste la sortija que sellaba la promesa de que se efectuarían nuestros esponsales. Después, sólo en algunas ocasiones lográbamos vernos desde lejos, desde donde me cubría tu mirada como si me envolviera el manto obscuro de la noche. Mis tutores, deseando lo mejor para mí, me tenían en promesa con un próspero terrateniente, un joven a quien proferían una lista interminable de atributos pero que a mis ojos carecía de uno: no lo amaba. Hablé decidida con ellos y hasta mencioné algo sobre ti, mas ellos argumentaron mi incapacidad e inexperiencia para decidir sobre lo más conveniente. Respecto a ti, aunque eras un joven brillante, distabas mucho de ofrecer nada que no fuera un hipotético futuro. Dijeron.

         Supe después que el Visir de la ciudad te tomaba bajo su tutela y te enviaba a Córdova para que realizaras los estudios de la astronomía. Te ibas, te ibas otra vez de mi vida ¿qué sería de mí? Con la pena por vestidura, no supe cómo un atardecer pude acercarme a nuestra querida fuente. En el ambiente flotaba el dulce aroma de los tamarindos. Caminé entre estos delicados árboles creyendo verte en cada estrella que contaba y que iban apareciendo conforme pasaban los segundos vespertinos. Concentrada en esta abstracción estuve a punto de caer, pero un brazo firme y fuerte me sostuvo. Estábamos frente a frente, tan cerca como nunca. Sentí el calor de tu aliento y aspiré tu aroma de almendras. No traías albornoz y tu cabello caía en oscuras guedejas rizadas sobre tu altiva frente. Todo dio vueltas a mi alrededor mas tus brazos fueron el bajel de mi felicidad. Me llevaste en ellos hasta el estanque de los cisnes. No decías nada, pero con tu mirada me transmitías las más dulces palabras. Besaste mis labios y tu boca fue un manantial en el oasis de ocultas sensaciones. Sentí el agitado latir de tu corazón en mis sienes. Dijiste que volverías… volverías… En ese tiempo aun yo no sabía que un instante basta. Que un instante es para siempre, y también que ese mismo instante deja de ser para siempre. Así, en esta fluctuación ignoraba que la única felicidad que nos es otorgada está en el presente.

         El amor es un tren que en su loca carrera no sabemos a dónde nos conduce, en el que no existe nada que no sea el viaje y la espera anhelante de la próxima estación: una hora, un día, una cita; y como estrellas errantes, unos labios, unos párpados que el ensueño entorna, y un suspiro como frágil hilo de donde penden las cuitas del amor. Las promesas, que son la fuerza para salvar los caminos sembrados de profundos obstáculos. Las dudas, que se extinguen ante el dorado horizonte de una sonrisa. Tu sonrisa. Viento purificador en donde mi corazón se expande.

         Se que no estuvo en  ti rehusar el matrimonio que tan crudamente ha separado nuestras vidas. ¿Serás feliz, amor mío? ¿Volverá a ti algunas veces el recuerdo de nuestras furtivas entrevistas y silenciosas promesas hechas en el fondo de nuestro corazón? Es un largo camino, lo sé. Volveremos a encontrarnos, arropadas  nuestras almas con otras vestiduras y en otras épocas, hasta concretar la perfecta unión para la que nacimos. No me olvides y abreviaremos el tiempo.

         Por ahora, con mi último aliento dicto mi despedida y proclamo mi espera de ti en otro amanecer, en donde volverá a surgir como brote de manantial el amor que en nuestras actuales vestimentas no pudimos cristalizar. Llevo la sortija que me diste como fiel recordatorio de las bodas que un día realizaríamos. El camino ya se cubre de flores inclinadas bajo los responsos. El silencio se interrumpe con la música que adelanta nuestra unión en la eternidad. Tu albornoz flota. Siento que tus manos alivian el frío que se posesiona de mi cuerpo. Tu voz me arrulla y distrae el miedo al Más Allá … Hay una profusión de tus imágenes sobre un fondo azul que me envuelve … me envuelve … El estanque …El cántaro roto … El bazar de Hasaad … el ánfora de Siria … Tu obscuro pelo como un velo cubre mis ojos … tu aliento de almendras mi morada … dame tus manos … amor mío …

                                                                                          FIN