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viernes, 18 de noviembre de 2022

UNA CRÓNICA DEL RENACIMIENTO

Por Yvonne Silva

 

 

Era un ser taciturno y sombrío a quien se rehuía por no se sabe qué insólito comercio, se suponía, frecuentaba con el inframundo. Con torvo ceño se recluía en sus habitaciones de donde se contaba que música insólita se escurría por entre los muros del castillo y embargaba el alma de emociones discrepantes, irreconciliables en una infinita melancolía.

Aquel ser estaba mutilado de fisonomía, aunque de su hirsuto pelaje pendían las huestes eternas que atronaban el silencio resquebrajado en el horror. Un hedor flotaba en el espacio: flatulencia en el pantano que taladró las mientes para regocijo de la bestia. Explosión de flores obispo tinturadas de pez y malaquita. ¡ D e s c o m p o s i c i ó n ! Ah, satánico ser, he aquí tus corredores! De aquí nace tu espiritual canto, acunado en los tugurios del excremento abismal de los hipogeos.

Dentro del castillo almenado corrían largos pasillos convergentes.

Una hermosa mujer recorría solitaria el castillo en penumbras, que en momentos se esclarecía por el dulce gorgeo de una gentil e infantil criatura.

-Una rosa para ti, mi amada Señora, aunque su inmaculada belleza declina ante tu cercanía. Dijo una modulada voz, compañera de una furtiva sombra que trasgrediera con inusitada gracia juvenil el altivo muro. La dama se volvió embelesada al reclamo y con suave gesto tomó la rosa, y la mano que se la tendía. Al instante sus labios se unieron y su pasión acalló el grito producido por una herida mortal. Un torrente escarlata fue el templo que sepultó la nívea blancura de la rosa mientras unos ojos agrandados por el estupor amenazaban salirse de las órbitas. Ella aún tenía el sabor de la boca de su amante cuando su mano que había sostenido la evidencia amorosa yacía inerte a un costado de su cuerpo, debido a las apretadas ataduras

Un torbellino de emociones y acontecimientos la llevó hasta el hueco de una pared y comprendió que ésta sería su morada eterna. Vetas de vida y loto acallaron su ya tímido lamento cobijado por un lúgubre sonido que arrastró un murmullo: “Carlo…, el horror no será capaz de borrar el paraíso de mi último beso…”. Y expiró… Un coro de voces masculinas enardecía la ya afiebrada mente del transgresor y entonaban a capella extrañas y discordantes cadencias recriminando la perversidad femenina. ¡Traición! ¡Traición, mujer lasciva!... y con una feroz paletada selló el último ladrillo, cerrojo de la afrenta sufrida. El feroz monstruo que esto ejecutara corrió. Los peldaños que conducían hacia una torre del castillo sufrieron la irrupción de una demencial carrera. Llegó hasta la infantil criatura que se adormecía entre pétalos de inocencia y antes de que se levantaran los finos velos que guardaban su sueño iluminó la regia cuna con una sonrisa. La mano impía no cedió a este deleite al instante reprimido, cruel se aferró a los tiernos miembros del infante. ¡Oh madrigal, madrigal de los cielos que brotas de mi corazón. ¡Oh Señor, Tuyo es el Poder y la Gloria! ¡Inúndame Señor de Tu Amor y Tu Belleza! Te alabo en este canto, este canto que me eleva hasta las sempiternas alturas. Y fue hacia la ventana  ¡y lo arrojó! El piar de los pájaros lo acompañó ¡Prrist, Prrist. Prrist! Giro tras giro, canto tras canto alababan la subida del alma cándida en su vertiginosa caída. Después, sólo silencio. Silencio de quien está solo, en la soledad de las soledades. También el tiempo amordazado estaba solo. No había fronteras que dan los pronombres. No había conceptos, ni latidos del corazón, ni fluir de la sangre. (Ni emoción de las flagelaciones de los condenados). Tampoco recordaba que era el príncipe de Venosa, de añeja estirpe, ni más aún, el madrigalista más reconocido de su tiempo. No había alma que salvar. No había nada.

La noche cubría de negrura las altas torres del castillo, sólo Andrómeda paseaba su brillante carro que pugnaba por abrirse paso entre las tormentosas nubes. Las constelaciones eran ajenas al inaudito horror de los humanos sentimientos. Las lejanas notas de un clavecín se desgajaban en la soledad.

Nunca se supo cuánto tiempo pasó el príncipe en esa muerte sin huella, como un ser en exilio del ser, arrojado más allá de la frontera de la vida, y de la muerte, su contraparte. Algunos dicen que quedó como petrificado sin sentir el correr de los días y de los meses, quizás.

Sólo que una vez, entraron por esa misma ventana que había quedado abierta, estática, inmóvil en el espacio, como él, un encabalgamiento de (exquisitas armonías) de sonoridades, un  responsorio de tinieblas que en convulsos movimientos de emoción dionisiaca se identificaban con el objeto bello e iban más allá hasta encontrar el ethos apolíneo, hasta encontrar entre una y otra la divina Armonía que arrebataron el corazón del príncipe. Y éste lloró, y lloró, y lloró. Sus ojos fueron afluentes de  veneros que corrieron por las montañas y hacían brotar delicadas flores de las gélidas superficies. Y se hicieron manantiales y ríos de caudalosa corriente que se perseguía entre las rocas. Afluentes que enriquecieron al mar acompañados por las notas musicales que fluían sin parar y que iban poniendo todo en su lugar. Y todo estaba en armonía. Y las lágrimas cedieron lugar a la serenidad, y la serenidad a la paz, y la paz al canto, que creció y regresó a la fuente de donde había nacido. “Madrigal que eleva el alma. Inúndame Señor de Tu Amor y Belleza. Te alabo, Señor, en este canto, el canto que me eleva hasta las sempiternas alturas. Tuyo es el Poder y la Gloria."

    El tufo de antaño se evaporó entre aromas de jazmines, entreverado a los cantos de alabanza, yuxtaponiendo la felicidad y la dulce muerte para encontrarse al final en una cadenza, en un acorde final que las unía al Sempiterno en donde al fin el príncipe encontraba su fisonomía.

       No hubo llamado a cuentas de lo que todos sabían se había perpetrado entre los muros del sombrío castillo. Las sombras encubrían como un manto protector una luz que irradiaba, no obstante, como un preciado diamante en el corazón de esas tinieblas. Una luz que no venía de la bondad ni del amor. Una luz que no era engendrada por formas ni proporciones ideales, sino de una entrega a una fuerza hacia algo Superior, y que patentó su Presencia al eludirse toda ajena intervención.

 

                                                                          Mayo del 2009

 

 

El príncipe Carlo Gesualdo de Avalos quien emparedó a su esposa María de Avalos y al amante de esta, en su castillo en Venosa. Acto seguido mató a su segundo hijo columpiándolo 3 noches y días en un alto balcón, porque pensaba que este hijo había sido fruto de los amores ilícitos de su mujer. Mientras lo mecía, un coro cantaba un madrigal a la belleza de la muerte compuesto por él, quien era músico, uno de los músicos más destacados de su época, quien realizó el triunfo de la imaginación creadora, desvinculando la belleza como fruto del bien o de la manifestación divina como patrón a seguir. Fue muy admirado por Stravinsky.

Gesualdo visitaba a un alquimista.







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