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miércoles, 24 de noviembre de 2010

OLIMPIA - II -

Por Yvonne Silva E.


Veníamos de Nauplion, tabernáculo asclepiado, Esculapio por doquier. Ibamos hacia la Arcadia. Los altos cerros, gigantes perpetrados en clamoroso deseo del sempiterno Olimpo, dominaban el paisaje agreste, paisaje con grandes sembradíos de papas, cerezas y ajos. Surcos huidizos hacia un vértice en donde se erguían las altas elevaciones. Patas de cabra. Esto es Arcadia. Esto es el centro mismo del Peloponeso, y lugar pánico –pensé- y de ninfas ninfálidas, tierra apisonada por sus correteos y juegos con su dios, Pan. El viento trae aún el eco de sus risas y de sus coros ornamentados con las dulces armonías de la flauta sonora del dios.
A mi oído, o tal vez a mi fantasía llegaron algunas armonías. Recordé bucólicas lecturas –algunas atribuidas a Longo, escritor casi de leyenda- como su Dafnis y Cloe, que en mi edad juvenil me solazaban. Al fin me encontraba en esos lugares. Al fin me sumergía en el corazón mismo del mito.

Mi mirada inquieta se desplazaba sobre el verde manto de la historia desde la ventanilla del confortable autobús que nos conducía por tan sacralizados parajes. De pronto, algo pasó en la maquinaria del vehículo en el que hacíamos un tour junto con 18 o 20 compañeros venidos de diversas partes del viejo mundo, nosotros éramos los únicos americanos. La guía, severa y académicamente informada, era alejandrina, los dos conductores, griegos. Este incidente me dio la oportunidad de bajar del autobús y merodear por los alrededores de una floresta solitaria. Mitos griegos y cristianos de pronto se mezclaron al encuentro de una pequeña iglesia bizantina, único vestigio edificado en medio de las alturas de ese mundo natural que serpeaba lleno de verdor. En el arco de su entrada una placa exponía:

TOY ALIOY NEKTAPIOY
K. K OMEGA OEOKAHTOY

Debajo de ésta podía contemplarse una mística escena en mosaicos bizantinos. Dos ministros eclesiásticos juntaban sus benditas cabezas auroleadas y leían en santa devoción un libro que entre ambos sostenían. Quizás uno de esos raros ejemplares llamados Códices Purpúreos, en los que los sabios del Scriptorium de Alejandría narraron la vida de Cristo, y de los que sin embargo, ninguno ha quedado en Grecia. En Grecia sólo el mito, en Grecia, la Arcadia.
El incidente se arregló en poco tiempo y pudimos continuar. Llegamos a la bella y misteriosa Mistra, en donde se encuentra el regio castillo de la valiente y controversial –por su inteligencia y tendencias feministas, amén de su pasado obscuro– emperatriz Teodora; la historia aún la juzga y en represalia, apenas sí la nombra. Con sus múltiples iglesias que presentan enormes frescos, algunos muy bien conservados, esta ciudad bizantina requiere un capítulo aparte. Por lo pronto, Olimpia era la meta.
Rula =tal era el nombre de nuestra guía=, nos hacía llegar frecuentemente su ilustrador discurso histórico, en el que pude observar se infiltraba algo más que el puro detalle, ella había crecido en Atenas, era alejandrina, y amaba como yo esta tierra, esta cultura. Mis sentidos estaban alertas y captaban un sinnúmero de significados que como lluvia de estrellas caían incesantes; mi atención se concentraba en retener el símbolo que se erigiera como unificador de este pletórico discurso.
Después de Mistra, el camino hacia Kalámata se convirtió en profundos desfiladeros y se hizo más sinuoso. Conforme avanzábamos podíamos ver entre el obscuro verdor de los pinos la carretera que serpeaba en forma de espiral. Una muchacha suiza que viajaba sola tomaba fotografías intermitentemente. Mi acompañante se quejó de mareos y comenzó a tomar agua. Todos nuestros compañeros eran agradables. Una mujer que iba con su joven hija –quien siempre se las arreglaba para semejar modelo de Vogue en pasarela– le dio a mi acompañante unas gotas de algo para aliviar el mareo. El viaje era delicioso y yo no entendía su malestar, por fortuna, el paisaje me abstraía.
Hicimos un alto en el camino y Rula nos indicó que si deseábamos, tomáramos el agua que emanaba de entre las rocas del monte que se erguía a un lado de la carretera. Este era un pequeño venero que no se necesitaba un acto de fe para sentirse hondamente favorecido con su pureza que bien podría haber curado las culpas de las culpas de todos los ancestros de los creyentes. Frente a este manantial, una amplia y rústica tienda ofrecía al viajero un delicioso tzatziki (yogourt de leche de cabra). Polvosas baratijas se amontonaban como souvenirs en estantes puestos de cualquier manera, algunas mesitas y sillas se esparcían por una grande terraza de rústico piso, desde donde se dominaban los altos montes cubiertos de pinos. Era una bella terraza, un lujoso mirador, si decir lujo es decir exuberancia, que no discrepaba con la modestia del lugar. Caminaba entre los efluvios de esa atmósfera fresca y pura como el agua que acababa de beber, veía como por casualidad los montones de figurillas, toda la caterva de dioses y personajes fantásticos entre los que figuraba un pequeño fauno que algunos visitantes se entretenían divertidos jalando un cordón que hacía subir y bajar su enorme fallo. Sonreí ante esa inocuidad cuando vi pasar a la mujer que suponía era la dueña: alta y gruesa, vestida de igual manera que todas las matronas griegas, con ropaje severamente obscuro. Volteó a verme y me sonrió, más con su mirada de infinita bondad que brotaba por sus aceitunados ojos, que con los labios. Un extraño sentimiento me impulsó a hablar con ella y decidí comprar un inciensario. Tomé el pequeño objeto y le pregunté si tenía incienso –sólo hablaba griego, de manera que nuestro "diálogo" se desarrolló con palabras incomprensibles para ambas y que traducíamos a señas. Me hizo seguirla al fondo de su enorme y bucólica cocina y sacó -como si se tratara de un tesoro- un paquete grande envuelto en papel periódico, sin dejar de sonreir como una madona, es decir casi sin sonreir, si puede ser comprendido. Me decía palabras de dulce sonido en griego salpicadas con una que repetía como un leitmotiv, liváno, en tanto se apresuraba a desenvolver y más desenvolver todo aquel bulto interminable de papel que nunca me permitió ver –al parecer- el preciado liváno. Me di cuenta de que todo el grupo ya se encontraba en el autobús, así que me apresuré. Con gran pena vi que con las monedas que llevaba no me alcanzaría para pagar ni siquiera el inciensario y que para esa compra resultaban absurdas las denominaciones que tenía en billetes de dracmas. “Lo siento mucho, le dije, tocándome el pecho, no tengo más tiempo, debo irme”. Ella se conturbó con mi apresuramiento y me tendió los brazos al mismo tiempo que me daba todo el paquete. Este gesto me confundió, en mi torpeza saqué todas mis monedas y se las di junto con el inciensario y le dije adios, ella me retuvo y me abrazó e insistió en darme el paquete que, con la mejor de mis sonrisas yo no aceptaba. Finalmente me dio el inciensario señalándome que me lo llevara y rechazando las monedas que yo le daba. Era toda una confusión de palabras, señas y emociones. Sonó el claxón del autobús por tercera vez. Rula estaba un poco molesta conmigo porque los hacía esperar en todas partes, debido a que me retrasaba por anotaciones que hacía para escribir un artículo que entregaría a una revista a mi regreso, así que había hecho votos por no provocar más estas incomodidades aunque en realidad al grupo le hacía más gracia que causarles malestar. Besé con emoción la frente de mi amiga e hice toda una serie de manifestaciones de afecto, mientras ella repetía la palabra que nos había unido… liváno, liváno… mostrándome el paquete, y me fui. Mas no sin el inciensario que ella había insistido en que me llevara. Antes de salir me volví para mirarla y sorprendí lágrimas en sus ojos mientras hacía un ademán de despedida.
Rula había puesto un casette con una hermosa canción griega, en la que una dulce voz de mujer repetía “Nayaritzi, Nayaritzi”. En mi ánimo ésta se mezclaba con la voz de la santa mujer repitiendo liváno… Sentí toda la occidentalidad en esas voces, eran los míos, nuestro amor se interceptaba y me reconocían. Mi interpretación de esa mujer con su recio corpachon surgió rápida: era la Madre de las madres a cuyo seno había vuelto el hijo errabundo y cuyo regreso bendice. Luché contra la invasión de un profundo sentimiento que se agolpaba por salir. Mas, para no dar qué decir, jugueteé la pluma en mi bitácora refugiándome en la fría ciencia de la semántica para congelar mi emoción. Escribí:
“Ella cubría su cabeza con un velo negro, como hacen todas las matronas griegas. El hombre, quien supuse era su compañero, era de mayor talla que ella, sus afilados rasgos parecían labrados en oscura madera, tenía ademanes reposados y regios. Una gran dignidad se desprendía de esta pareja ejemplo de… “
Mi acompañante se acercó con cautela para saber qué era lo que escribía, me detuve –mi emoción no permitía intromisiones– y le pregunté si se sentía mejor. Me respondió que el paisaje era bello pero que ya habíamos recorrido mucha carretera y no soportaba el hambre. Pasé mi brazo sobre sus hombros y traté de darle tranquilidad diciéndole que ya pronto llegaríamos, que por el momento tratara de respirar las maravillas que el paisaje nos ofrecía. Insistió con más molestia aún que tenía hambre, y terminó recriminando mi paciente actitud.
Llegamos a Kalámata, el sol era espléndido y a la entrada del pequeño poblado nos sorprendió la azul belleza del Golfo de Mesina. El camino fue ganando en luminosidad que se hizo más intensa conforme avanzábamos. Y al fin ¡ahí estaba! Como una flor en el corazón de la luz. Olimpia. El ánimo se expandía y reverberaba en el espíritu y no había lugar en el cuerpo para nada más que no fuera emoción y felicidad.
Por los campos de Olimpia que recorren los afluentes del rio Tapa, pastan mansamente rebaños que se ven como un pequeño decorado en el inmenso valle. Una casita aquí y otra mucho más allá sólo parecen ser pretexto para completar el escenario, pues nunca se ve a nadie en ellas.
Entramos por la Palestra, lugar en donde se ejercitaban los atletas venidos de los parajes griegos más recónditos, para competir por el privilegio de coronar sus altivas frentes con una guirnalda de olivo, cortada por la inmaculada mano de un infante en el jardín de las ninfas celestes llamadas Espérides: Egle, Eritia y Esperaretusa.
Antes de iniciar las competencias harían el culto a los dioses. Imaginé su devenir por la contigua avenida de las 60 estatuas de Zeus Tronida. El dios fijaría desde su altura de 3 metros su sempiterna mirada en el elegido. Tal vez desde ese momento el atleta ya era revestido de gloria y señalado como el que triunfaría en las competencias. Después haría los consabidos ritos al venerado Apolo, para lo que habría de fatigar las plantas de sus pies venturosos. Quizá también tocaría incrédulo las 62 estrías de las dóricas columnas, y vería la imposibilidad de abarcar ni siquiera la mitad de éstas, aun con los brazos bien extendidos.
Rula nos orientó hacia el Museo, en donde la magnificencia de las antiguas esculturas dejan al visitante revestido de asombro.

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